El corazón de la rana

En 7o de EGB, lo que hoy sería 3o de ESO o, para no marear, cuando tenía doce primaveras, la actividad estrella de la clase de Ciencias Naturales en mi cole de pueblo era la disección de ranas vivas.

Durante todo el invierno se hablaba de cuándo iríamos a por las ranas y de si seriamos capaces de superar el asco que nos daría rajarlas para ver sus órganos internos.

En aquella época mi amor por los bichos estaba en pleno desarrollo, bien alimentado por los programas de Félix Rodriguez De la Fuente y las correrías con hermanos y colegas por los descampados del pueblo. Durante aquel primer cuatrimestre otoñal pensé que lo de diseccionar ranas vivas era una leyenda urbana colegial y que lo que haríamos sería, como mucho, observar cómo flotaba en formol alguna rana muerta hacía 15 años.

El caso es que llegó la primavera y nuestro profe de Naturales, Don Carlos, nos instó a conseguir ranas para hacer el ejercicio de disección. Así, sin más: id a cazar ranas. Domenech y Violero, sabían de una balsa de riego donde había un montón.

Yo nunca había visto, ni mucho menos cogido, una rana. Ni que decir tiene que aquella expedición a la caza del anfibio fue para mí un auténtico acontecimiento.

La balsa de riego estaba a un par de kilómetros del pueblo, cerca de la fábrica de cementos vieja. Unos cuantos niños y niñas nos juntamos a la salida del cole y provistos de cubos y salabres, recorrimos a pie aquella carretera polvorienta y atravesada por camiones cargados de clínker que conducía hasta el reino de los batracios.

Escalamos los taludes de la balsa, que tendría unos 30 metros cuadrados y unos 5 metros de profundidad, saltamos la alambrada oxidada que intentaba impedir el paso a niños imprudentes y bañistas insensatos y empezamos la caza.

Lo primero que ví, y que me dejó absolutamente fascinado, fue una culebra de agua, que yo recuerdo amarilla y negra, casi luminosa, posada sobre el fondo limoso a medio metro de profundidad. Era grande, lo suficiente como para estar enroscada tres veces sobre sí misma. Y estaba absolutamente quieta, inmóvil, como inmóvil me quedé yo observándola. A lo lejos mis compañeros gritaban de excitación cada vez que lograban atrapar una rana. No sé cuánto tiempo pasé mirando la serpiente; después deambulé alrededor de la balsa asombrado por la cantidad de animales que reunía la presencia de aquella lámina de agua sucia.

Ignoro cuántas ranas cogieron, no demasiadas en todo caso, y ninguna de ellas demasiado grande. Eran mucho más bonitas de lo que había imaginado y comprobé inquieto que, desde el fondo de los botes de cristal donde las habíamos encerrado, nos miraban.

Al día siguiente en el laboratorio de ciencias Don Carlos nos indicó cómo adormecer a las ranas con cloroformo y a continuación nos fue indicando cómo realizar la disección. Con los ojos como platos comprobé que, efectivamente, abríamos a las ranas vivas simplemente para observar cómo su corazoncito oscuro latía en medio del pecho abierto. Recuerdo algún rifirrafe con los compañeros de clase por el ensañamiento con el que algunos trataban a los bichos, todavía vivos, una vez acabamos el “acto científico”.
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El verano pasado, el del 2017, nos dimos un buen baño de naturaleza con los churumbeles. En Pas de la Casa, el pueblo más alto de los Pirineos y a muy escasos metros del bullicio de los supermercados andorranos, Manuel buscaba ranas entre los charcos de un prado. Los animales que a veces conseguía atrapar eran de una especie en particular: la rana bermeja (Rana temporaria), que en nuestras latitudes se encuentra en las zonas de aguas frías, como los riachuelos de montaña. En los segundos que el animal permanecía en la palma de su mano yo pensaba en qué emociones estaría provocando aquel encuentro en el interior de Manuel y en el de aquellas ranas que, lejos de conformarse con su situación, daban un gran salto hacia otra charco con la mirada de asombro de mi hijo prendida en su piel brillante y antigua.

Rana bermeja tomado un bañito

Y aún hubo más encuentros con batracios ese verano, como el que Kenta, el peque de la familia, mantuvo con un gran sapo común (Bufo bufo) en los bosques de Vilanova de Sau. Ambos, el enorme y verrugoso anfibio -por el tamaño podría tratarse de una sapa, más que de un sapo- y el bebé que gateaba entre dientes de león, coincidieron junto a un tronco de pino silvestre. A su manera supongo que se comunicaron, pero decidieron tomar caminos diferentes.

Sapo dándose un paseíto


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