Otoño

Desde el 21 de junio, día arriba, día abajo, la inclinación de nuestro planeta respecto a la estrella llamada Sol hace que los días se vayan acortando, unos segundos cada jornada. Las primeras semanas nosotras, las personas, apenas notamos la diferencia, pero los gavilanes, las golondrinas, las hayas y los almeces vaya si parecen notarlo. Ya a mediados de julio muchas aves comienzan a volar rumbo al estrecho de Gibraltar para saltar al continente africano y ahorrarse el frío y escasamente alimenticio invierno europeo.

Los árboles, en los que nos cuesta más detectar los cambios, van a otro ritmo, pero ya en septiembre, depende de las zonas, algunos azúcares dejan de ir llegando a las hojas y va desapareciendo el verde clorofila; en octubre la cosa es más evidente y reina el amarillo caroteno (el "verdadero" color de las hojas sin clorofila) y en noviembre ya suele estar todo el pescado vendido en medio de una barahúnda de reacciones químicas entre azúcares que no llegan y proteínas especiales que bloquean la llegada de savia a las hojas y cuyos efectos visibles son los colores rojizos y anaranjados. 

La luz de nuestro Sol es el ingrediente mágico y fundamental que, mezclado en las hojas con el dióxido de carbono y el agua, proporcionan glucosa a las plantas (que expelen el bendito oxígeno a modo de residuo). Son las hojas -y no las raíces como se tiende a veces a pensar- las que fabrican la "comida" de las plantas. Y las hojas son una máquina fantástica e inigualable que a muchos árboles les cuesta mucha energía fabricar... ¿Qué mejor, pues, que desprenderse de ellas cuando ya no hacen falta, cuando la luz va menguando? Se ahorran así el hacerlas nacer, el renovarlas, las autodefensas químicas contra ataques de insectos y hongos... Y además van al suelo, con lo cual los micro y macronutrientes que contengan pasaran a medio plazo a la tierra y de nuevo al árbol a través de las raíces (y de los hongos asociados a éstas). Un negocio redondo que se da en muchos bosques de las zonas templadas del planeta.